Nada que celebrar, genocidio, saqueo, epistemicidio, etnocidio… hasta algunos llegan a decir que celebrar el Día de la Hispanidad dificulta las relaciones con Hispanoamérica, y añaden que 500 y pico años después aún hay mucho que reparar.
La realidad es muy distinta. Es cierto que las conquistas son traumáticas para los conquistados, pero, al parecer, los indígenas —o indios, como se les llamó al principio, al pensar que los españoles llegaban a la India en lugar de a América— no estaban muy cómodos con el poder establecido en la zona. Si no, no se explica que 500 hombres, venidos en rudimentarios barcos, con tecnología obsoleta, sin dinero, analfabetos, gente que no sabía navegar ni gobernar… nótese la ironía, conquistasen tan basto territorio.
Claro, todo depende del prisma desde el que lo miremos. Si miramos la Historia con los ojos de un ciudadano del siglo XXI, toda ella nos parecerá una auténtica barbaridad. ¿Es una barbaridad liquidar franceses por resistirnos a su invasión en el siglo XIX?, ¿es una barbaridad liquidar celtas e íberos que resistieron a los romanos?, y muchos prefirieron morir a ser sometidos por ellos…
Pero la Historia no se puede observar así. A esto lo llamamos contexto histórico; a lo otro, pocas luces.
Año de nuestro Señor 1486, en un lugar llamado Alcalá de Henares, un desconocido Cristóbal Colón conseguía audiencia con Isabel, gracias a la amistad que este tenía con el confesor de la reina. Vender un viaje a un lugar que no se sabía que existía, o abrir una ruta por otro lado cuando se creía que la Tierra era plana (aunque, por supuesto, ya estaban los griegos con sus mediciones, tratados y científicos; o sea, que muy burros no debieron ser), requería algo más que entusiasmo. Y algo de lectura e investigación que ese señor llamado Cristóbal Colón tuvo que haber hecho.
En fin, los Reyes de España, y no los de Inglaterra, Francia ni Portugal, fueron los que, en su visión, consiguieron los fondos para tal magno viaje. Se cuentan leyendas: que si los vikingos estuvieron allí, que si Colón sabía mucho más de lo que decía… pero en fin, todo eso da igual. Fue España, ya unida sin guerras internas, bajo la fuerte personalidad y visión de los Reyes Católicos y sus descendientes, la que fundó ciudades que aún existen. ¿Alguien piensa que San Francisco, Los Ángeles, Toledo, Madrid, Córdoba, Cartagena y… bueno, la lista sería infinita, fueron solo destrucción? Hubo creación, traspaso de conocimientos y se fundó una Nueva España, hasta universidades, un monton de ellas, una ampliación de nuestras fronteras, que no eran colonias. Había virreyes y gobernadores, más tarde provincias, y había leyes; pero no las leyes de la España del siglo XXI, sino las de la época, esas que hay que contextualizar en el momento histórico.
Pero vayamos por partes. Esos valientes españoles fueron los primeros en salir de un puerto del sur, Palos de la Frontera, un nombre que ahora suena casi inocente, pero que entonces, para los marineros, representaba la frontera entre la civilización y lo desconocido. Salieron en tres cascarones de madera: la Santa María, la Pinta y la Niña, nombres que evocaban confianza… o al menos eso querían hacernos creer. Lo cierto es que esas naves parecían más adecuadas para cruzar un lago tranquilo que el océano embravecido que les esperaba. Era agosto de 1492, el aire olía a sal, a aventura y a miedo. Mucho miedo.
Cristóbal Colón, al que muchos describen como un visionario, y otros como un vendedor de humo con mucha labia, se subió a su barco con el pecho inflado, con promesas de tierras doradas y rutas comerciales que harían palidecer a cualquier mercader genovés. Lo que no contó a sus hombres fue que había una ligera, solo una pequeña posibilidad, de que todos terminaran hundidos en el fondo del mar o, peor, devorados por monstruos marinos que, según algunos marineros, vivían más allá del horizonte. Porque, claro, ¿quién en su sano juicio no habría creído en monstruos cuando pensaban que el mundo era una especie de tabla infinita? Pero Colón tenía algo más aterrador que los monstruos: fe ciega en su brújula, en los vientos y en un mapa que, en fin, no era precisamente el último modelo de Google Maps.
El viaje comenzó, como todo buen desastre, con esperanza. Al principio, todo era viento en popa… literalmente. El Atlántico estaba en calma, el sol brillaba, las velas ondeaban, y hasta la comida parecía que iba a durar. Pero a medida que los días pasaban y el horizonte seguía, bueno, igual de vacío, la tripulación comenzó a darse cuenta de que quizás, solo quizás, su capitán no tenía idea de lo que estaba haciendo.
El mal humor se filtraba por las cubiertas, igual que las ratas que compartían el viaje con ellos. Esas ratas, por cierto, parecían ser las únicas que sabían con certeza hacia dónde iba todo: al desastre. Los hombres, muchos de ellos reclutados a la fuerza de las cárceles y tabernas, comenzaban a murmurar, y esos murmullos rápidamente se transformaron en amenazas de motín. «¿Quién nos ha metido en esta locura?», gritaban algunos, mientras otros se persignaban ante cada nube extraña que aparecía en el cielo, porque no sabían si era una tormenta o el presagio del fin del mundo.
Entonces, después de semanas de nada más que agua, agua y más agua, ocurrió lo inevitable: la desesperación. A Colón, con su barba ya crecida y su mirada cada vez más febril, le tocaba improvisar discursos heroicos desde la cubierta de la Santa María. «¡La tierra está cerca!», clamaba, aunque nadie tenía ni la más mínima prueba de ello. «¡Confiad en mí!» Y aquí es donde viene la parte verdaderamente tenebrosa: en lugar de amotinarse, los hombres comenzaron a dudar de su propia cordura. ¿Y si la tierra prometida era un espejismo? ¿Y si Colón no era
más que un oco? ¿Y si nunca volvían?
El océano, que al principio había sido una promesa de riquezas, ahora era un espejo oscuro que reflejaba sus miedos más profundos. Las noches eran largas, frías y llenas de susurros de viento y olas, como si el propio Atlántico estuviera riéndose de ellos, de su ingenuidad, de su ambición desmesurada. Y entonces, justo cuando parecía que todo estaba perdido y que el horizonte solo ofrecía más locura y muerte, apareció un grito: «¡Tierra a la vista!»-lanzado por un tal Rodrigo de Triana.
Era el 12 de octubre de 1492, y ahí estaba, una franja de tierra desconocida que ni los monstruos marinos se habían atrevido a devorar. Pero la tierra que encontraron no era de oro ni de especias, sino de junglas, de misterios y de silencios inquietantes. Colón desembarcó con su pequeña tripulación. Cansados, hambrientos y con una mezcla de alivio y temor. ¿Habían llegado al paraíso prometido o simplemente al principio de un nuevo infierno?
Eso, por supuesto, ya es otra historia…