¡Ay, febrero! Ese mes que llega con la falsa promesa de la primavera, pero que en realidad nos golpea con la fuerza de un mamut lanudo en plena cuesta de enero… ¡perdón, de FEBRERO! Porque sí, amigos, la cuesta de enero es para amateurs. Febrero es donde la verdadera batalla campal contra nuestras finanzas tiene lugar.
Es en este mes, queridos lectores, cuando las tarjetas de crédito, cual ave fénix renacida de las cenizas de nuestras compras navideñas, resurgen con la factura a cuestas. Y no, no se trata de una pequeña factura con un par de caprichitos. No, señor. Es una factura kilométrica que detalla con precisión quirúrgica cada turrón, cada polvorón y cada villancico con lucecitas LED que adquirimos con la inocente alegría de diciembre.
Y como si esto fuera poco, febrero también es el mes elegido por Hacienda para el cierre del año, el pago del IVA y demás trámites burocráticos que nos hacen añorar la simplicidad de la vida en una cueva paleolítica.
Pero lo mejor viene después, amigos. Cuando, tras pagar hasta el último céntimo y hacer cuentas con la meticulosidad de un contable suizo, te das cuenta de la perversa realidad: el sistema está diseñado para mantenernos en un perpetuo estado de “casi-llegando-a-fin-de-mes”. Una especie de limbo financiero donde tenemos lo justo para vivir, pero nunca lo suficiente para
escapar de la rueda del hámster.
Y es que, seamos sinceros, ¿para qué ahorrar? Si total, cuanto más ganas, más pagas. Es como una carrera en la que la meta se aleja a medida que avanzas. Una especie de broma cósmica urdida por unos señores con trajes caros y cuentas bancarias en paraísos fiscales.
Sí, amigos, existe una pared invisible que nos impide acceder al Olimpo de los ricos. Una pared que solo unos pocos elegidos logran romper, ya sea por su ingenio, su suerte o, seamos realistas, por algún que otro atajo de dudosa moralidad. Y mientras tanto, el resto seguimos siendo la España de Rinconete y Cortadillo, intentando sobrevivir con ingenio y picaresca.
Así que, este febrero, os invito a un pequeño ejercicio de masoquismo financiero: coged una libreta y apuntad cada impuesto, directo o indirecto, que pagáis. Desde la gasolina hasta los pañales, pasando por la luz, el agua y el impuesto revolucionario por respirar. Luego, en diciembre, sumadlo todo y comparadlo con los servicios que recibimos a cambio.
Quizás entonces, solo quizás, empecemos a cuestionarnos si este sistema está realmente diseñado para el bien común o simplemente para mantenernos a todos bien ordeñaditos.
Alfonso Rodríguez