Ahora que han pasado las fiestas de primavera, reconozco que hay noches que parecen no tener fin. Noches en las que el reloj avanza más lento que nunca y el silencio de la casa se vuelve ensordecedor. Son esas noches en las que una madre se queda despierta, esperando. Esperando a que su hijo regrese de una noche de fiesta, con el corazón inquieto y la mente viajando por mil escenarios, sobre todo al principio cuando son las primeras veces que llega tan tarde.
Todo comienza con un vistazo al reloj: ya es tarde. Más tarde de lo acordado. Entonces, comienza la imaginación (La loca de la casa) a activarse. «Cuando llegue le voy a echar una buena bronca», piensas, cruzada de brazos en el sofá. Y mientras das vueltas mentalmente a lo que vas a decirle, ensayas frases, amenazas y castigos: «Una semana sin salir», «Le quito el móvil», «Se acabó eso de llegar tarde». Las ideas van y vienen, cada una más extrema que la anterior, crecidas por el enfado y la preocupación.
Pero pasan los minutos…luego, las horas. Y el enfado comienza a difuminarse cuando la mente sugiere cosas malas. Te imaginas lo peor. Te preguntas si estará bien. Enciendes la televisión intentando distraerte, aunque es imposible prestar atención. Pones una serie cualquiera, solo para llenar el silencio… y justo en ese episodio aparece una ambulancia cruzando la ciudad. Qué casualidad, piensas. Pero entonces oyes una sirena a lo lejos, y el corazón se te pone en la garganta; pero suena lejana, sí, pero ruegas en silencio que no pase cerca de casa, que no se detenga en tu calle. Que no tenga nada que ver con los tuyos.
Ya exhausta, con los ojos ardiendo, de mirar una pantalla o por la ventana y de tanto esperar, te quedas medio dormida en el sofá. El cansancio te vence a ratos, pero el alma sigue en vilo, con desasosiego. Y entre sueño y vigilia, solo deseas una cosa: que llegue bien. Que abra la puerta. Que entre caminando, aunque sea haciendo ruido, aunque huela a lo que sea, aunque te despierte. Solo quieres saber que está bien.
Y entonces, por fin, a las seis de la mañana, oyes las llaves en la cerradura. No te mueves. Te haces la dormida, aunque el alma te sonríe por dentro, empiezas a respirar…. Ufff. No hay gritos, ni castigos, ni reproches. Solo sabes con certeza que, aunque pensaste mil maneras de enfadarte, de castigarlo, ahora, sin embargo, sientes una gran paz, con el simple sonido de esa puerta abriéndose y unos pasos acercándose a su dormitorio. Al día siguiente, cuando lo ves dormido en su cama, lo besas o al menos lo miras sin que se despierte. Y todo queda olvidado.